Ella hace la crema pastelera como una profesional: perfectamente dulce, sedosa y blanca. Muy blanca. La fresa con crema que me ofreció sabía al néctar de la flor más hermosa de la piel de Deméter. Una fresa rellena de fronteras, terror y experiencia.
El fantasma de ser extranjeras nos atormentó una vez más a mi madre y a mí en diciembre del 2021. El tener todos los familiares lejos nos puso en la encrucijada de elegir qué hacer en Año Nuevo: si estar completamente solas, acompañadas nada más que por la oscuridad, alguna película de Lars von Trier y los susurros y lágrimas de cuando nos deseáramos un año lleno de felicidad y prosperidad; o estar con paisanos completamente extraños, extranjeros de nosotras, y brindar entre gritos el comienzo de un año mejor. Optamos por la segunda opción y el haberme encontrado con ella, sus postres y su historia fue el primer regalo del 2022.

Llegamos a un pasillo angosto de una de las residencias del Comité del Pueblo. Entramos en la segunda puerta de la derecha la cual daba a una casa de tres pisos. Estábamos en una sala pequeña con un mueble, dos asientos con cojines, dos banquitos de plástico y una mesa repleta de botellas de bebidas alcohólicas y unos cuantos platos con comida. Sentada entre la incomodidad de lo desconocido, un chico de veinticinco años, Rodrigo, me ofrece papas y cerveza. Su mamá baila en el único cuadrito de cerámica libre que quedaba, su abuela, quien vivía en Miami y andaba de visita por esos lares, bailaba al lado de su hija con la misma energía juguetona. Solanda Rodríguez, tía de Rodrigo, me ofrece un plato fucsia lleno de fresas enormes desbordadas en crema pastelera, una de las mejores que he probado. Me cuenta que ella las preparó y que es vendedora ambulante de pasteles en el parque la Carolina, luego se levantó y volvió a su puesto de DJ, el cual no dejó en toda la noche.

Camilo Ruiz, quien es hijo de uno de los mejores amigos del papá -quien también se llamaba Camilo- de Solanda y de la mamá de Rodrigo, nos invitó a mi mamá y a mí a ir al día siguiente a comer un sancocho para pasar la resaca de Año Nuevo. Cuando regresamos a la casa con Camilo Ruiz la mañana siguiente, solo estaban despiertos Solanda Rodríguez y Camilo preparando la sopa. Ella comenzó a hablar de su historia como migrante y, de repente, el delicioso sabor de la carne se me escurrió por la garganta como ácido.
Después del fallecimiento de su marido por cáncer y el fracaso de su negocio de comida, el cual se lo había dado el Municipio Francisco de Miranda, por la pandemia en el 2020, no tenía nada que la mantuviera en Venezuela y decidió irse a Perú, específicamente a Trujillo, para ver a su hijo y cuidar a su nieto. Logró legalizarse en el país andino y trabajar en dos fábricas antes de que la persecución a los venezolanos la llevara a tomar la decisión de irse de este país. Solanda logró no ser cazada.
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Eran de esos días perezosos en los que se tiene que ir al mercado porque en la casa no hay qué comer. Solanda se atrevió a ir a pesar de la delicada situación política y social que ocurrían en las calles peruanas. Justo en frente de ella ocurrió la situación más atroz que puede vivir un extranjero recién llegado a un país que no te desea la bienvenida ni en las alfombras: el asesinato de un hermano venezolano por una pistola peruana. No le importó la razón de por qué Orlando Abreu se encontraba revolcándose con la muerte en suelo ajeno, a Solanda solo le importó tener una vida y no jugársela en la cotidianidad.
Vivía con el constante temor de salir, de hablar, de trabajar. Sintió que había salido de los Juegos del Hambre para meterse en los Juegos de Sangre. Tenía que actuar rápido, a pesar de su familia, a pesar de lo que le costaría irse, de nuevo.
Al escuchar la palabra “migrar” se suele pensar en meter toda la ropa, libros y tecnología en tres maletas, subirse en un taxi con dirección al aeropuerto y viajar hacia un destino elegido previamente. Sin embargo, hay un segundo acercamiento a esa palabra que a muchos se les ha impregnado en el estómago: cuando dejan el hogar, y toman un autobús lleno de gente que, como ellos, que llevan como equipaje ropa y comida en una bolsa y al miedo como fiel compañero debajo de los brazos para al final llegar a un país que no saben si será amable o ejecutador con ellos.

Solanda vivió el segundo acercamiento en su primera migración, de Venezuela a Perú. Le tocó subirse a un autobús que la llevó siete días directo a alcabalas militares que en el mínimo descuido intentaban estafarla, quitarle el pasaporte y casi todo su dinero. Sin importar la frontera (venezolana, colombiana, ecuatoriana o peruana) siempre le pasaba lo mismo: la milicia colaboraba con el paso de migrantes ilegales mientras se aprovechaba de la situación robándoles y amenazándoles.
-Unos militares nos detuvieron y nos pidieron que les entregáramos los pasaportes. Fueron puesto por puesto y varios se los dieron. A mi Dios me hizo mirar al conductor, quien me hizo una señal que entendí clarísimo: di que no. Pude advertir a algunos, pero los militares siguieron revisando y lograron descubrir el escondite de algunos. A estos los bajaron del autobús y más nunca supe de ellos. Esos son los militares, los que hacen lo imposible por joderte.
Un niño se atrevió a negociar con uno de esos corruptos y terminó estafándolos. El suceso ocurrió así: durante la pedida de pasaportes, el muchacho se acercó a uno de los policías con una caja que presumía ser de unos audífonos costosos y les dijo que ni su mamá ni él tenían pasaportes, pero que a cambio él (el niño) podría darle esos audífonos. El militar vio la caja y aceptó enseguida. El niño corrió a la parte de atrás del vehículo, la envolvió y cuando regresó se la entregó. Cuando el corrupto se fue, el chico a carcajadas le contó a Solanda que le había dado al soldado sus audífonos que “ni servían” envueltos en la caja y que los caros se los había guardado en el bolsillo. Todo un pillín.

El viaje no se limitó a ser entre fronteras sino también entre emociones. Desde Pariaguán, el llano venezolano, Solanda llegó a Cúcuta y tuvo que bajarse para caminar hora y media junto con el resto de las personas hasta llegar a la orilla de un turbulento río. Unos señores los estaban esperando para enseñarles cuál roca pisar para que pudieran atravesarlo. Entre los viajeros se encontraba una muchacha con una bebé “prendida en fiebre”. Solanda, quien estaba preparada para cualquier inconveniente con su bolsita llena de medicamentos, le dio una pastilla para calmar la enfermedad que se recostaba en el cuerpo de la pequeña. Cuando fue momento de cruzar, “a la madre y a la niña se las llevó el río”. Inmediatamente unos señores corrieron corriente abajo hasta el punto exacto donde sabían que conseguirían a la mujer con su hija.
-Es que eso les pasaba mucho.

Una de las noches en las que Solanda sintió más temor fue cuando pasó por debajo del puente en el que estaba la Guardia Nacional colombiana. La adrenalina la ayudó a no mover nada que no fueran sus brazos y piernas para arrastrarse por el lodo de aquella selva húmeda y oscura.
Había dos guías: uno adelante de la fila que mostraba el camino y otro al final que cuidaba que nadie se perdiera. Ambos constantemente les recordaban a los viajeros que debían estar muy callados. Al terminar el tramo, les indicaron que debían montarse en un camión lleno de cerdos y ser cubiertos por paja, ya que iban a cruzar en frente de una alcabala militar.
Solanda sentía cómo el camión se movía con brusquedad y solo escuchaba los sollozos de sus compañeros. Ella también sollozaba. De repente, el vehículo se detuvo y se escuchó cómo los conductores hablaban con otras personas: militares. Los mandaron a bajarse de la zona de carga y los corruptos les quitaron sus pasaportes mientras les decían que no podían seguir.
-Del miedo me hice pipí. No sabía si devolverme o qué hacer, pero es que devolverme significaba pagar de nuevo y yo no tenía más plata.

Después de un rato de insistencia, los conductores finalmente sacaron varios fajos de billetes y se los entregaron a los policías. Estos se hicieron a un lado y los dejaron pasar. Como si nada, como si todo.
Después de viajar en una misma posición durante toda una noche, se bajaron en un monte donde los guías les pidieron una sola cosa: “no miren a los lados”.
-En fila fuimos avanzando uno a uno, todos mirando al piso, pero te puedo asegurar lo que vi con el rabillo del ojo: muchos militares armados, erguidos mirando hacia el frente, como si no existiéramos, haciendo la vista gorda.

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Solanda sorbe un poco del espectacular sancocho. Me dice que no le gusta la comida caliente y que como la sopa estaba hirviendo, la iba a dejar para después. Me habla de su vida en Perú.
Primero trabajó en una fábrica donde empaquetaba pulpo de Gould. Tiempo después, comenzó a trabajar en la empresa productora de los enlatados más consumidos en todo Perú.
-Después de eso, no quise comer más nunca atún en mi vida. No puedo, no puedo.
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Me contó que a un empleado y a ella les había brotado un hongo en la piel. En su caso, en la pantorrilla, porque les había salpicado un poco del producto con el que limpiaban los enlatados. Me describió al detalle cómo trabajaban en la fábrica sin guantes y tocando cada alimento. Asco, sentí demasiado asco y agradecí el haber dejado de comer alimentos procesados hacía años. Despidieron a Solanda y le ofrecieron más dinero para que no los demandara por aquel crimen de salubridad. Más empleados continuaron enfermándose con el mismo hongo y terminaron cerrando el lugar.

Decidida a cambiarse de país, otra vez, optó por irse a Ecuador donde se encontraba su hermana la bailarina, su cuñado, su sobrino Rodrigo, su sobrina y Camilo Ruiz. Su única alternativa era pasar ilegalmente por la frontera de nuevo. “Aquella vez fue más sencillo porque era más cerca y ya sabía cómo era la cosa”, me dijo. Mi cara ya estaba acalambrada con el asombro colgándome como collar. Esta vez el viaje duró tres días y se fue en un solo bus. Se llevó su propia comida y medicinas, otra vez.
-Es algo que no volvería a hacer de nuevo.
Solanda llegó a Ecuador en octubre del 2021 y llegó a la misma casa de tres pisos del Comité del Pueblo, justo donde me encontraba yo quemándome la lengua por lo caliente que estaba la sopa y por la indignación que me producía la corrupción.
Con respecto a su trabajo, se levanta temprano y recorre las calles quiteñas a las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde y cuando tiene todas sus tortas y fresas con crema vendidas, regresa a su casa con su familia y con la perrita de su hermana que tiene complejo de bebé.
-Se gana mucho y muy rápido con este trabajo.

Se ha encontrado dos veces con la migración ecuatoriana y en ambas situaciones estaba en un bus. En la primera no le pidieron documentos y pasaron completamente de ella. En la segunda ocasión tuvo que mostrarles el DNI peruano y la cédula venezolana diciendo que hasta ese momento no había podido hacer el trámite para la cédula ecuatoriana, pero que al menos tenía los papeles legales de otros dos países. Se los aceptaron.
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Camilo Ruiz dejó de balbucear cosas sobre la música que estábamos escuchando, Solanda terminó de comer su sopa que ya no estaba tan caliente, Camilo se sentó a comer y esperó a su esposa, la mamá bailarina, que bajara a comer. Mi madre y yo nos fuimos. Salimos por el mismo pasillo estrecho que la noche anterior me había llevado a un testimonio más sobre la tragedia y el triunfo venezolano.