Puede que no haya mayor tragedia para un ser vivo que el que su hogar le sea arrebatado, excepto para ella. Ella no se inmuta, hasta que le hablan de él.
A finales del 2021, mientras caminaba por las calientes calles de la capital ecuatoriana, me enteré de que algunos la llaman ‘Quitozuela’. Al principio no entendí, luego me reí.
Me dio mucha hambre y rápidamente me dirigí a La Carolina para comer un tequeñón (trozo alargado de masa para pizza frita rellena de queso, jamón y salsa napolitana -puede estar rellena de otros ingredientes, o de los mismos, pero solos-). Me acerqué a una chica con un rostro precioso y una espalda encorvada, quien estaba sentada muy tranquilamente comiendo chaulafán, de esos de a dólar. La había encontrado.
Me atreví a ser directa y le dije: necesito escribir sobre ti.

—
-Tengo dieciséis años y me vine a Ecuador hace tres meses sola.
Jenndy me habló de su madre que se quedó en Cúcuta junto con su abuela y hermanas, una de trece y otra de seis, mientras meneaba con suavidad los arroces. Nació en San Cristóbal, en los Andes venezolanos, y no le afectó ni el frío ni la altura como al resto de nosotros. La trajo su hermano que no es su hermano, sino su tío, quien, según su familia, estuvo en la cárcel sin ser culpable. Él pagó ciento cuarenta dólares para traerla y ella quiere traer a su hermana de trece. Para ella, no salió de su país huyendo de la maldad de Maduro y su ejército, sino por algo más.
La conversación se fue complicando por nuestro desnivel: ella sentada en un banquito y yo parada a un lado. Doblé mis piernas y me recosté bajo un árbol, quedé justo en frente de su banquito. Tiene el cabello negro pintado de un anaranjado rojizo, es muy blanca. Sus hermanas son diferentes a ella: la del medio es morena y cabello negro, la más pequeña es pelirroja y “blanquísima”. Las tres son hijas de la misma madre, pero de diferentes padres. Su madre, quien tiene treinta años (ahora treintaidós), tuvo a Jendy a los trece y hasta ese momento que hablé con Jendy no trabajaba y vivía con un obrero en Cúcuta. Cerca vivía su abuela, quien le aconsejó que cuando estuviera en “Itiales” (Ipiales) debía colocarse todas las chaquetas y suéteres que llevaba; cuando lo hizo, se “murió de calor al llegar a Quito”. Se vino en moto desde Colombia.

Tiene una relación muy cercana con su hermano, que en realidad es hermano de su madre. Cuando él había salido de la cárcel, ella fue la primera en enterarse ya que contestó la llamada de la penitenciaría. Ahorita vive con él, sus dos sobrinos y su cuñada en las Naciones Unidas. El novio de Jendy de diecisiete años vive en la casa de al lado. Antes de este chico había estado con otro “chamo” que vivía en su mismo vecindario en San Cristóbal y después de tres años de relación se mudaron a Cúcuta para trabajar en una bodega. Allí se fue a vivir con su familia.
Una de las razones de que viniera a Ecuador fue porque su abuelo, señor muy querido por ella, falleció de un ataque al corazón dos años antes de que migrara y el esposo de su tía acusó a Jendy de haberlo matado: “es que tú le pides mucha plata, por eso murió”. La familia se separó en bandos. Por un lado, su tía y el esposo; y por el otro, su madre, abuela, hermanas y ella. Todos vivían en el mismo barrio así que fue complicado convivir tranquilos.
—
El chaulafán iba por la mitad. Muchos arroces están siendo acariciados por su cuchara.
—
-Otra cosa que me sacó de allí fue mi exnovio. Es que él me maltrató y yo no me iba a dejar.
Llevaban mucho tiempo viviendo juntos y una noche discutieron tan fuerte, que un golpe de él le rompió el labio de abajo e hizo que se le traspasara un bracket.
-Mi mamá vio todo y no hizo nada. ‘La pareja son ustedes, no yo. Imagínate que me entrometa y que después a la semana siguiente vuelvan como si nada. No, no, no’, me dijo. Luego fue el labio de arriba que se me estaba desangrando y ya al final la mandíbula. Aún no puedo abrirla completa sin que me duela, a pesar de que estoy constantemente ejercitándola.
Señalaba su cuerpo enumerando los golpes. Con gracia. Con mucha gracia.

-¿Cómo te llamas tú?
Me sorprendió con esa pregunta después de haberme contado todo lo que me contó.
-Te cuento que yo he tenido muchos trabajos. Desde los doce años trabajo. Mi primero fue en una zapatería. Yo solita aprendí a hacer botas. Trabajaba y estudiaba.
Su sueño es pagarse sus propias cosas, traerse a su hermana y retomar los estudios. Su hermano, que es su tío, quiere que estudie en la noche.
Jendy trabaja en un carrito de tequeñones en La Carolina. Cuando los “chapas” la corren va a la calle del CCI, recorre un poco la zona y luego regresa al parque cuando ya se hayan ido. No ha sufrido xenofobia por parte de los clientes. El único problema que tuvo con un venezolano fue por temas de negocio con el primo de su cuñada: una noche no vendieron toda la mercancía y tuvieron que regalarla. El primo se molestó y se fue de la casa. Él vivía con ella y con el resto.
-Yo llego a las nueve de la mañana y me voy a las seis de la tarde. En la noche hacemos la masa, rellenamos y metemos en la nevera todo. Mi novio amasa mientras yo preparo los ingredientes.
Su hermano le paga cinco dólares diarios y la ganancia de los fines de semana es de ella.
-¿Qué pasó con tu padre?, le pregunto e inmediatamente me di cuenta de que era una pregunta prohibida.
Según ella y su familia, Jenndy nunca le importó a su padre. Desde muy temprano decidió que no quería saber de ella: “no me hables de esa chama”, le dijo a su abuela cuando le contaron que Jendy se había ido del país.
-Yo soy la única que lleva su apellido.
Por primera vez desvió su mirada y su pie no paró de agitarse.
-Lo de ellos solo fue una noche y nada más. Hasta allí quedó mi papá.
De repente, entendí el pie, pero faltaba algo.
-Es que mi mamá y mi papá son hermanos.
Al escuchar a la niña contarme del incesto de sus padres como si fuera agua, hizo que me viniera el pensamiento de que tal vez no importa realmente el trauma, sino cómo te lo tomas y lo que haces con él. Porque ella trabaja y, ahorita, menea incesantemente el pie.
¿Tal vez pasó algo más que una noche de incesto a los trece años? Pero ella no se lo pregunta, parece inmutarse, excepto por ese incansable pie.

-¿Quieres un jugo?
Me levanté del árbol. Me despedí de Jenndy y me dirigí al horizonte nublado quiteño, rodeada de vendedores ambulantes venezolanos. Así de complicado, así de sencillo.