Esta es una historia que, para quienes la vivieron, habla de milagros.
Supe de ellos cuando a finales del 2022 una amiga me pidió ayuda para su proyecto de tesis. Quería hacer un producto audiovisual narrando la vida de varias familias venezolanas y, como yo también lo soy, decidí ayudarla y lanzarme a lo desconocido un poco conocido.
Me encontré con una familia de quien no se me permite mencionar sus nombres, pero que las palabras “cariñosos” y “alegres” podrían llegar a describirlos muy bien. Se encontraban viviendo en una casita blanca al final de un estacionamiento por el que se llega cruzando un portón marrón. Todo detrás de un consultorio odontológico.
Las primeras en recibirme fueron Patricia (nombre protegido), la madre, y Victoria (nombre protegido), su niña de cinco años. Crucé aquel pasillo oscuro por las profundas seis de la tarde y me dio la sensación de estar llegando a los aposentos de Caronte, pero que al fondo no me dio la bienvenida el barquero del inframundo, sino Cristina (nombre protegido), la más chiquita de la familia de tan solo dos años, quien era nacida ecuatoriana; la única extranjera en una familia de extranjeros y que, entre gritos, añoraba la presencia de su Patricia.
Una vez adentro, Alberto (nombre protegido), el padre, estaba en la cocina preparando café. El café más dulce y suave que me habían regalado. Me senté en la mitad de una sala llena de ambientes. Tres bicicletas amontonadas que acompañaban la esquina izquierda con un bolso cuadrado muy grande de color rosa fosforescente, bastante reconocible por cualquiera que haya pedido alguna vez un delivery. Al lado había una cortina amarilla que daba a lo incierto.
Una mesa rodeada de cuatro sillas de plástico se encontraba muy estilizada en el centro. La esquina derecha del fondo estaba siendo poblada por el Edén infantil: una montaña interminable de juguetes coloridos y algunos muy ruidosos. Y, para cuando se cansaran de estar en el paraíso, los niños tenían un colchoncito pegado a la pared envuelto en sábanas.
A sus pies se encontraba un pequeño refrigerador verde que te recibía con una reverencia para pasar a la cocina. No entré, pero me hubiera encantado devolverle el gesto. Desde arriba en la pared nos vigilaban Jesús, María y un reloj verde.

El chico de catorce, casi quince, Ignacio (nombre protegido) llegó del colegio y se sentó con toda su familia y conmigo para hablar. Entró directo al celular.
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Patricia es enfermera y se maneja con un emprendimiento llamado AgrupaSalud (lleva ese nombre porque ella, su esposo, hermanos y cuñada trabajan en el mundo de la salud) que está enfocado en un servicio a domicilio.
Además, trabaja con un internista ecuatoriano que lleva de apellido un país y quien ha sido un apoyo para su emprendimiento. Todos los pacientes que ella ha tenido son gracias a él. Además, le demuestra respeto frente a los clientes.
Alberto trabajaba como camillero en el mismo hospital que Patricia en Caracas. Gracias a una camilla y el rompimiento de una regla estoy sentada frente a ellos siete años después.
En la pandemia, Patricia y Alberto recibieron al parto de la más pequeña (muy sencillo a pesar de las circunstancias), al desempleo, a las peleas y a los sustos de quedarse sin comida como viejos amigos.
Organizaciones como HIAS, Fudela, ACNUR, Sin Frontera y Corpei los llegaron a ayudar en una de sus vivencias más bajas con unos paisanos, un día después de que Patricia, los niños y Yolanda (nombre protegido), la abuela, hubiesen llegado a Ecuador.
¿E Ignacio cómo vivió esa situación?
Ignacio cuenta lo mucho que desea salir adelante con el fútbol. Quiere que alguien lo descubra y demostrar que los venezolanos son más que ladrones, que también trabajan. Recuerda cómo su mamá obtuvo ayuda psicológica porque no soportaba pedirles ayuda a sus vecinos.
La situación de la familia era muy crítica, pero ella no quería pedir. Decidieron ofrecer arreglos domésticos por dinero o comida.
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Venezuela no se despidió de ellos con una taza de café caliente y un abrazo de buena suerte, sino con Alberto mirando hacia abajo, directo a los ojos de San Miguel Arcángel y esperando lo mejor mientras le apuntaban a la cabeza con una pistola para robarlo.
Los brazos de Alberto lo cubren y lo aprietan con mucha firmeza, como con nerviosismo.
No importa si tienes un impacto de bala y tú llevabas once años trabajando en un hospital, Venezuela no te atiende con los brazos abiertos.
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Alberto se levanta la camisa y muestra su abdomen atravesado por una cicatriz gruesa y oscura. Coloca sus manos en el centro de la raja y separa su estómago con facilidad. Menciona que, debido a tantas operaciones, sus órganos ya no están donde suelen estar.
-Lo que debería ser uno, ahora son dos.
Tomaron la decisión de venirse para Ecuador donde estaba el hermano de Patricia. Alberto se fue primero viajando cinco días en bus, nueve meses después llegó Patricia con Ignacio, Victoria, Cristina y Yolanda. Ignacio no tenía pasaporte y por eso debieron cruzar la frontera con cautela por los caminos verdes.
Luego de dos horas y media de revivir escenas de terror, retomé el sendero del pasillo oscuro y frío de Caronte, pero que esta vez me llevaría hasta una de las avenidas quiteñas. Me despedí de todos con una gran sonrisa y Patricia me dice: “avisa cuando llegues”. Esa frase me devolvió le calor hogareño que Quito me había arrebatado cuando llegué hace siete años.